miércoles, 28 de julio de 2010

Manos


"...Un sentimiento de piedad invadió su corazón al ver a su madre, en vísperas de dar a luz, arrodillada limpiando suelos. Se arrodilló a su lado.

- Levántate, mamá, yo terminaré de fregar este rellano. Tengo tiempo. - Metió la mano en el cubo de agua.

- ¡NO!- exclamó Katie enérgicamente, sacando la mano de Francie del agua y secándosela con su delantal-. No pongas las manos en el agua: tiene sosa y lejía. Mira cómo me han quedado a mi.- Extendió las manos, bien formadas, pero arruinadas por el trabajo-. No quiero que a ti te pase lo mismo. Quiero que siempre tengas unas manos bonitas. Además, ya termino..."

Un árbol crece en Brroklyn.
Betty Smith (1896- 1972)

Después de estar trabajando durante varias horas, golpeando incansable el teclado del ordenador, los dedos se me quedan entumecidos, me duelen sus articulaciones y noto tensiones al doblarlos. Es una sensación que tarda en pasarse, aunque agites las manos o compulsivamente conviertas tus manos en un baile puño- palma de varios minutos.

Extiendo las manos ante mi.

Hasta hace poco más de medio siglo fregar los suelos de una casa significaba que las mujeres sacrificaban la salud de sus rodillas, que poco a poco se iban deformando y acababan con un dolor permanente en ellas, provocado por la presión y humedad del piso. Además, el contacto constante de las manos en el agua y la lejía provocaba poco a poco la inflamación de las manos, la defomación y desgaste de las uñas, y la aparición de callos en las articulaciones de los dedos, en aquellos puntos estratégicos donde el paño se apoyaba para ser escurrido o en el lugar exacto donde se presionaba para lavar la ropa, irremediablemente blanca y poco dócil. Esas mismas manos planchaban esa misma ropa una vez quedaba limpia y seca, al principio con planchas calentadas en cocinas de carbón, que proporcionaban, en un descuido, quemaduras aliviadas con el jugo de un limón. Manos que pelaban kilos de patatas, alimento de familia numerosa. Manos que tapaban los ojos para ocultar lágrimas de rabia o sumisión.

A veces intento buscar las manos de mi madre en las mías propias, pero no las encuentro. Mi madre es una de esas mujeres que fregaba arrodillada, que lavaba contra una tabla cestos de ropa, que planchaba el contenido de esos mismos cestos (almidonando el cuello de las camisas de su padre y sus hermanos), que pelaba kilos de patatas y que además estudiaba para ser maestra. Al igual que Katie impedía a su hija meter las manos en el cubo de la lejía, mi madre me levanta apresuradamente cada vez que me arrodillo, aunque sea para recoger algo del suelo. "Levántate, Silvi", me dice siempre, al tiempo que se levanta su vestido y me enseña sus maltrechas rodillas. Qué amor tan grande el de las madres, un amor que se filtra en pequeños detalles que forjan nuestros recuerdos sobre ellas.

Katie Rommely fregaba los suelos, arrodillada, poco tiempo antes de dar a luz. Me pregunto cómo debiera ser el miedo de una mujer, pocas décadas atrás en Europa, sabiendo que su parto, terriblemente doloroso, intuitivamente atendido, podría suponer su propia muerte. Qué sentimiento de impotencia cuando no te puedes ayudar a ti misma, cuando el dolor te atraviesa, cuando el sentimiento de incertidumbre es tal que lo inunda todo y el tiempo parece no avanzar. Mi madre, que ha padecido tres partos difíciles, está de acuerdo con una amiga suya que siempre dice: "¿Parir? ¡Eso es para las vacas!".

De esas mujeres venimos.

Siento mis manos de nuevo. ¿De qué me puedo quejar? Es cierto que no tengo en ellas callos y que probablemente sean razonablemente suaves, pero en el fondo descubro algo de las de mi madre en ellas. Casi todo el mundo dice que los ojos son el espejo del alma; para mi, sin embargo, ése espejo son las manos.

Se tarda mucho tiempo en conocer unas manos...

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