domingo, 20 de junio de 2010

Alertas

Hoy he comido un yogur, siete días después de que su fecha de caducidad le diera por muerto. Yo sentía pena hacia él. Y por qué no decirlo, también deseo. Como quien comete sacrilegio o acto impuro lo destapé con esmero, lo olí y lo saboreé, sirviéndome para ello únicamente de la punta de una cucharita de café. Todo normal. Buen color y buen sabor ("La lechera" de tofe, no digo más). Ahora ya forma parte de mi.

Siempre que caduca algo en casa me acuerdo de los responsables de los supermercados que, al final de la jornada, apilan comida pasada de fecha cerca de contenedores de basura o en el interior de los mismos. Aquellos alimentos inservibles para los vecinos/as intachables del barrio eran el menú secreto de otros/as vecinos/as que durante el día pasaban desapercibidos/as. Por la noche, con más vergüenza que alevosía, llenaban sus bolsas, cerciorándose, como hice yo con el yogur, de que -sí- eran alimentos en perfecto estado. Me consta que es algo que sucedía en la parte trasera del Lidl de mi anterior barrio, aunque yo nunca lo presencié. Sin embargo, en un Eroski cercano y ajeno a toda discreción, el depósito de los alimentos caducados se realizaba a plena luz del día. Parsimoniosamente, los encargados dejaban la comida dentro de los contenedores de basura y, al poco tiempo, ancianos y ancianas los ordenaban en la acera y seleccionaban así su menú. Yo, al igual que otros/as muchos/as, lo veía de manera cotidiana. Algunos/as lo llaman crisis; otros/as, supervivencia. Y siempre hay mucha dignidad en la supervivencia.

Al escribir estas líneas pienso también en la cantidad de medicamentos caducados que se envían a África, que actualmente debe de ser el mayor depósito de vacunas contra la gripe A en el mundo.

A veces, padecemos miedos infundados. Miedos impresos en etiquetas de yogur.

p.d. Como dice Ajo, "no hay peligro suficiente para tanto miedo como tenemos, qué queréis que os diga".

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